14/1/18

Margaret Fuller

Margaret Fuller era una mujer orgullosa y sabia. Nació en Massachusetts en 1810, cuando ser mujer –y más de peso público– no era la situación más fácil para desenvolverse en los Estados Unidos puritanos del siglo XIX. Pero ella rompió las ataduras mentales hasta convertirse en una de las escritoras claves del feminismo y la independencia de la incipiente nación.

Era una revolucionaria, por dentro y por fuera, por lo que el desembarco de su libro Verano en los lagos, de la mano de La línea del horizonte en España, supone un importante espejo para estos tiempos: uno comprueba que, lejos de resolverse ciertos problemas, se han agravado con el tiempo.

Era mayo de 1843 y Margaret inició este viaje hacia los Grandes Lagos que desmigó en un libro en el que desde la primera página, escrita en las cataratas del Niágara, resume en un instante su propósito no solo del viaje, sino vital: «Una visión tan grandiosa pronto nos satisface, dejándonos contentos con su imagen y con lo que es inferior a su imagen. Nuestros deseos, una vez realizados, nos obsesionan menos. Al haber vivido un día podemos partir y ser merecedores de vivir otro».


Se sabía que Margaret Fuller había dado su estirón intelectual entre algodones, como ella misma le escribió a su amiga Caroline Sturgis en una carta: «Siempre ocupo mi posición natural, y cuanto más veo más siento que es regia. Sin trono, cetro ni guardia, ¡pero reina!». Y aunque su estela sigue la historia de los círculos trascendentalistas, este libro de viajes que mezcla lo poético, las maravillosas descripciones de la naturaleza y la bondad de los nativos nos saca de trilladas teorías para poner en práctica una vida sublime. 

Y ese es, precisamente, el núcleo del trascendentalismo –«pensar es actuar»–, así que los cuatro meses que pasó por los Grandes Lagos fueron una gran puesta en práctica de un anhelo. «Estoy harta de libros y de trabajo intelectual. Anhelo extender las alas y vivir al aire libre; tan solo ver y sentir», como le había escrito a su amigo y admirado Ralph W. Emerson. Este viaje, con 33 años, era su oportunidad.

Lejos quedaba la ingenuidad que cargaba en 1835 en su primer gran viaje, donde en Long Island conoció al poeta Sam Ward y, al volver de dar un paseo, anotó en su cuaderno que no le había caído bien: la honestidad y la verdad en carne viva ya se asomaban en una mujer de 25 años, aunque –hay que decirlo– llegaron a ser grandes amigos. «Esa fachada defensiva adoptada por una personalidad sensible y orgullosa se desvanecía, mostrando dotes raras y logros sólidos», escribió sobre ella Ward en sus memorias cuando tenía 80 años. «Todo lo que yo sabía», continuaba, «ella lo sabía con la misma profundidad y desde el punto de vista más moderno».

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